viernes, 9 de agosto de 2013

De vida alegre: La "pescatera" de San Juan



Cuando las luces del puerto se sofocaban por las calurosas escenas que veían los marinos desde sus escotillas, era justo cuando llegaba a El Clímax; ese local de encuentro sólo para mujeres sedientas de un gyn seco con soda los viernes a altas horas de la madrugada, donde las más hábiles solían escapar a las largas colas de entrada como cuando se espera en el supermercado que te despachen el kilo de almejas de oferta que han traído en el pesquero del que un día nunca debí salir.

Solía sentarme a fumar, tamborileando con mis uñas lacadas en rojo pasión mientras miraba con deseo a las policías portuarias, pero después de unos espirituosos era cuando confirmaba que quienes más deseo sentían eran ellas por mí. Me deseaban tanto que sus labios se humedecían como si enseñaras un trozo de carne magra a los mugrientos chuchos de Pavlov, un pretendiente ruso que conocí en Torrevieja un verano hace ya un lustro y que tuve en los años más lozanos de mi vida. Tristemente nunca consiguió más que desearme ya que siempre decía que yo no entendía su lengua y era justo esa la razón de mi negativa.

Sin embargo apenas supe decir que no. Es algo que aprendí cuando era una niña y los señores me daban dulces a cambio de amor. La gula es el único pecado que siento que no puedo controlar. Ni uno más.

Dulces y caramelos que ahora se han convertido en dos Tom Collins de servicio cortos de hielo como los vestidos con los que me paseo por el embarcadero vendiendo mi pescadilla al saldo más barato.


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